Cuando se aproximaba el apagón analógico, Tasio decretó que su vieja televisión debía morir. Aunque jamás le había dado problemas, cayó rendido ante el fulgor de esas novísimas pantallas de tantas mil pulgadas y prestaciones infinitas que quizá nunca utilizaría, pero adornarían su conversación con las amistades que pasaran por el salón de casa. Para que el tránsito a la nueva era tuviera todas las garantías, huyó de fríos hipermercados y acudió a un comercio de ciudad de toda la vida buscando insuflar confianza a la mala conciencia que le provocaba desembolsar un pastizal. En una hora recibió un máster de electrónica inapelable, y acabó plantando en el centro de su vida un reluciente rectángulo negro.

Un año después de entrar en el universo digital, el cacharro empezó a renquear. Cuando volvió a la tienda buscando amparo, las sonrisas se tornaron inconvenientes que sólo pudo driblar garantía en mano. Pasaron los días, las semanas, un mes, y el repertorio de excusas alcanzó cotas majestuosas. Desde que la punta de la trócola (o algo así) era difícil de reemplazar, hasta que había conflictos en la directiva de Sony que demoraban la reparación. En ese lapso huérfano de píxeles cambió a Belén Esteban por Stefan Zweig, a Cantizano por Murakami, y pensaba que iba haciéndose más listo hasta que decretaron que había tenido la suerte (sic) de que le cambiaban el aparato por otro igual aunque cuesta la mitad de lo que pagó. El yayo supo entonces que era tonto.