Christine O´Donnell pertenece a esa casta de norteamericanos reciamente orgullosos de sus principios. Con sus mofletes rosados y una pluscuamperfecta dentadura que cualquier estomatólogo de Delaware ansiaría colgar en el salón de su casa como un trofeo de caza, Christine se ha pasado los últimos años haciendo bandera de la abstinencia sexual, reclamando que cualquier ciudadano de bien pueda guardar un rifle en la guantera de su camioneta, incitando a suplantar las normas del Estado por los salmos de la Biblia.
El Tea Party ha encontrado en su férreo ideario y los elegantes trajes-chaqueta entallados que acostumbra a vestir ante el atril al candidato ideal para embelesar a la parroquia republicana más encabritada con la nueva América. Sólo una borrón mancha su encendido discurso: es una defraudadora. Además de desfalcar a los bancos y utilizar la tarjeta de crédito de su campaña electoral para cubrir gastos personales, su currículum cuenta con varios puñados de juicios por impago y un título universitario que se parece sospechosamente a una entrada para Disneyland.
Los detractores le acusan de carecer de ideología e implicarse en la política sólo para aprovecharse del cargo, pero su legión de seguidores parece anteponer el andamiaje moral de O´Donnell a sus deslices domésticos con tal de dinamitar los intentos de Obama de superar el atavismo y la carcoma de un país donde el té no sabe a coca-cola, pero a veces provoca muchas más ganas de eructar.