El principal trabajo del dueño de un bar cualquiera consistía hasta ahora en evitar que su negocio naufragase entre el oleaje de la crisis . Una tarea que solía conjugar con coger el punto exacto a la tortilla de patata, tirar las cañas con la espuma justa y renovar los cacahuetes rancios con que agasaja al que pide un vino. Mientras procesa en su cabeza cómo atender a la clientela que pide simultáneamente uno con leche con poco café, otro cortado pero frío, un descafeinado de sobre y una infusión de tila (con sacarina, gracias) ahora debe invertir otra buena ración de tiempo en interpretar una ley antitabaco que parece confeccionada por una mente retorcida y kafkiana capaz de aportar más dudas que evidencias. Desde su puesta en marcha la norma ha generado una avalancha de interpretaciones cuyas aclaraciones han tenido la rara virtud de provocar nuevas interpretaciones. La (pen)última habla de la prohibición de consumir en público cualquier producto que contenga tabaco. ¿También deberá el camarero convertirse en policía si alguien mastica unas hebras? ¿Cómo comprobar que ese cigarrillo liado contiene hierba luisa y no unas pizcas de Camel? Una vez que el culebrón de los paramentos de las terrazas y la condición de espacio público de las sociedades gastronómicas parece clara, se abren más interrogantes que obligan a estudiar un máster para aclararlas o digerirlas todas de golpe tomando un copazo. Sin hielo, por favor.