Muchos ven en el aeropuerto de Agoncillo una infraestructura inútil, pretenciosa y, sobre todo, costosísima. A mí, sin embargo, me parece imprescindible por dos razones: es un generador inagotable de situaciones tan grotescas como tercermundistas y, egoístamente, me sirve a veces como fuente de inspiración para escribir comentarios como éste. El viernes lo utilicé para regresar de Madrid en avión. El artículo adjunto al sustantivo es gratuito porque, como usted sabe, Agoncillo sólo acoge regularmente un único vuelo de ida y vuelta a la capital sujeto, eso sí, a infinitas contingencias. A pesar de esa infrautilización, tiene casi todo lo que poseen los grandes aeropuertos: una pantallita que indica la próxima y solitaria salida/llegada, agentes que te registran como si fueras el sucesor de Bin Laden y manoseadas cajitas de plástico donde enseñas tus intimidades metálicas.
Los viajeros suelen usarlo con la vana ilusión de que aunque el billete es caro llegarán a tiempo y cómodamente a Logroño. Sin embargo, el vuelo suele convertirse en una lotería que empieza anunciado en los monitores que se retrasa hasta una hora. El tiempo suficiente para que el aeropuerto de Agoncillo cierre a las 22.30 como tiene fijado aunque es su única función y la nave deba desviarse hasta Pamplona donde un viejo autobús traslada por carretera a un pasaje tan indignado que ni protesta. Como mucho, alguno llora al llegar a su casa de madrugada.
Foto: Alfredo Iglesias