Conozco un caso tan insólito que roza lo paranormal. Se trata de una pareja de Logroño con un hijo pequeño que el año pasado, aunque podría haber accedido a una chiqui-beca, no la solicitó. Los protagonistas del caso no son ni opulentos ni indigentes. Ni altruistas ni dejados. Se quedan en normales. Cuando llegó la convocatoria y tocó llevar al mocete a la guardería, consideraron que el esfuerzo que les supondría contratar el servicio tampoco quebraría demasiado su economía familiar. En un arrebato de inocencia, concluyeron que esos cien euros que probablemente ingresarían en la cuenta por parte del Ayuntamiento lo recortarían de algún gasto superfluo, y que ese par de billetes estaría mejor en manos de otro que quizás tuviera más estrecheces.
Este año, cuando al conocer que las chiqui-becas han sufrido una hinchazón y se ha decidido repartirlas sin ningún criterio de renta ni equilibrio, apenas se han inmutado. Ni siquiera se han alterado al conocer que un concejal con un sueldo de casi 50.000 euros no ha tenido empacho en acogerse a ellas. Tan lícito como cuando otros ediles se pagaban las gafas o aprovechaban el cargo para hacerse un retoque bucal a costa de la partida común destinada a ello. La conciencia de mis conocidos siguen igual de serena porque saben que ya no es una cuestión económica ni ideológica, sino simplemente semántica. Esto no se parece en nada a una chiqui-beca. Son sólo chiqui-cheques de regalo.