He vivido casi 40 años siendo víctima de una farsa. Sin yo saberlo, he sufrido en mis carnes el engaño más hiriente, una impostura con sabor a hiel de la cual, para más dolor, he sido corresponsable. Hasta ahora estaba convencido de que formaba parte del catálogo de seres humanos. Una persona como cualquier otra cargada de multitud de defectos y escasas virtudes que respira y huele, que duerme y suda. En mi descargo debo confesar que ha habido a lo largo de todo este tiempo un puñado de síntomas que me han conducido a creerlo de la manera más inocente. Tengo piel, páncreas, bazo, mis venas están recorridas por sangre y a veces (sólo a veces) mis neuronas funcionan de forma distinta a las de un animal.
Todo se ha desvanecido de golpe, como quien de pronto vuelve antes de tiempo a casa y al abrir la puerta descubre a su pareja con otro. En mi caso, el certificado de que nunca he sido un ser humano ha llegado al conocer cómo otro denominado ser humano ha sido capaz de cometer el crimen más horrible. Por que si los asesinatos y la muerte fueran susceptibles de someterse a un ránking, matar a un bebé de diez meses introduciéndolo con sus propias manos en el río para ahogarlo estaría en la cúspide. Y si un ser humano ha sido capaz de hacerlo esta semana en Logroño yo, desde luego, me niego a ser un ser humano como él. Mi renuncia a esa condición, y el más duro de los castigos para el monstruo.

Zona del río Ebro, a su paso por Logroño, donde la Policía Local descubrió el cuerpo de la bebé presuntamente ahogada por su padrastro