Éramos David contra Goliat aguardando a pagar en la cola de un supermercado semivacío. Yo portaba una solitaria lata de aquarius; ella un carro atestado capaz de alimentar a un ejército entero durante todo el invierno. La cajera ultimaba el cobro de la anciana que nos precedía – “pues juraría que tengo por aquí la tarjetita de descuento”, le decía a la chica mientras removía un monedero lleno de clínex a medio usar, pesetas sin contexto y fotos de los nietos- y yo buscaba un mínimo signo de piedad en la señora que tenía delante asida a aquella montaña de ofertas 2×1 para que me cediera el sitio. Pagar raudo los 68 céntimos que costaba el refresco y ahorrarme la espera de ver pasar cientos de códigos de barras por la caja registradora. Ni mi mejor mirada de inocencia ni las continuas consultas al reloj conmovieron a la dueña del carro gigante, que cubría cada flanco para abortar cualquier opción de colarme con alguna palabra amable.
Cuando la anciana dio por fin con la tarjeta-cliente, apareció en la escena un inmigrante desharrapado y temeroso. Informó de que no tenía casa ni trabajo, y sólo pedía a esas horas una pizza caducada o fruta a punto de enmohecerse. La cajera lamentó no poder ayudarle porque la cosa está muy mal, y la mujer aferrada al carro colosal y a su puesto de honor en la fila reflexionó con desdén cómo algunos llegan los últimos pero quieren ser como los primeros. Quise imaginar que estaba hablando de mí.