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Teri Sáenz

Chucherías y quincalla

Su saldo, gracias

Soy cómplice de una muerte lacerante. Lo confieso con vergüenza. El fallecido se llamaba Manuel, tenía 47 años, había nacido en Orense y era un indigente. Lo he sabido después, debo decir en mi descargo, una vez que la Policía Local lo encontró sin vida hace ahora una semana arrebujado en el interior de un cajero muy cerca del centro de Logroño. Cuando los inspectores husmeen en los detalles del caso y me interroguen buscando mi implicación, reconoceré con los ojos cegados por la luz de un flexo y quizás entre volutas de humo que alguna vez he sacado dinero en el mismo lugar de la defunción. Tal vez puede que hasta que, mientras la máquina escupía su botín de euros planchados, en el rincón del habitáculo haya visto un montón informe de cartones. Alguna manta desgastada, un olor extraño y quizá (no lo sé, agente, ha pasado mucho tiempo) de reojo observé unas botas asomando por debajo de aquel amasijo. Me acostumbré tanto a ver esa presencia ajena que se hizo familiar. No le di importancia, no pregunté más.

Siempre le confirmé al cajero que yo era el/la señor/a Sáenz, presioné las cuatro cifras de mi número secreto, doblé el dinero dentro de la cartera y recuperé la tarjeta como quien tira de una lengua de plástico. Ahora caigo que nunca llegué a recoger el comprobante al finalizar cada operación. Jamás quise saber el saldo restante, ni que el cajero denunciara en ese estracto de papel que soy culpable del final de Manuel.

Fotografía: Sonia Tercero


marzo 2012
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