Esta mañana me he llegado hasta la casa del yayo Tasio, y en contra de mis costumbres he aprovechado para pedirle algo de dinero. «Abuelo, ¿me prestas 19.000 millones de euros?». Tasio ha hecho primero como que no oía. Ha seguido a lo suyo, pelando una manzana con su oxidada navaja de cachas nacaradas y escuchando el rumor de la gente que entra por la ventana. «Esto… verás…. es que tengo unos agujerillos que tapar», le he insistido tímidamente después de unos incómodos minutos de silencio sentado frente a él en la sillita de mimbre de la cocina. Como sé que al abuelo no le tiembla el pulso cuando de ayudar a la familia se trata y guarda sus ahorros por algún rincón del dormitorio, he osado prometerle que esta vez será la última. Si me suelta la pasta, no le pediré más. «Te prometo que después mi balance será sólido, que el futuro de mis cuentas están garantizado».
Tasio ha empezado a masticar la manzana con la parsimonia de quien se sabe que estás en sus manos. Cuando la última miaja de fruta pasaba por su garganta, me ha preguntado que cómo ahora necesito esa calderilla si la semana pasada le dije que mi cartilla estaba pletórica, que los amiguitos con los que me había embarcado en el último negociete eran los más solventes del mundo. He agachado un poco la cabeza, pero en vez de dejarme los millones sobre la mesa me ha dado la dirección de una sucursal de Bankia para cursar allí mi petición.