Como sólo conoció su pueblo hasta que ya de muy mayor bajó a Logroño, el yayo Tasio es por naturaleza huidizo y miedica. Le asustan las masas, reniega del bureo. Nunca entra en el Carrefour si en la caja esperan más de dos clientes, pasea por el parque del Ebro sólo cuando se pone el sol y escapa como un galgo a la sierra antes de que suene el chupinazo de cualquier fiesta patronal. Para curarle esa agorafobia teñida de sociopatía, la última vez que fui a Madrid me lo llevé hasta Barajas para que conociera en directo el gran aeropuerto que sólo había visto por la tele. Mi terapia de choque fue un fracaso.
En mitad de ese gigante plagado de boings, pasillos infinitos, viajeros estresados y voces metálicas aconsejando en dos idiomas no perder de vista el equipaje, el abuelo perdió el resuello. Como en esos programas donde incrustan a una tribu indígena en mitad de la civilización, Tasio se agarró la boina contra el pecho y empezó a toquitear con una mezcla de pavor y sorpresa desde los carritos para llevar las maletas hasta la rejilla de las escaleras mecánicas en las que casi se descoyunta. El ceño fruncido de todos los guardias civiles del planeta y una manada de púberes gritones a punto de embarcar hacia Mallorca acabaron de desestabilizar al yayo, que con el pulso tembloroso me rogó sacarlo de ahí hasta un lugar solitario, mortenico, donde apenas hubiera gente ni ruido. Compré dos billetes y volamos al aeropuerto de Agoncillo.
Fotografía: Sonia Tercero