El yayo Tasio no recuerda exactamente si fue cuando el pirata Ojobiroque amenazaba a Garrafito o en el momento en que Chuchoguau y Tiquismiquis, los subordinados de la malvada emperatriz china, pretendían cortar las coletas a Rosalinda. Entre la chavalería que observaba la enésima historia de Gorgorito con tanta atención que parecía que les hubieran arrancado los párpados, una niña se puso de pie entre el público. Tenía no más de seis años y carita de ángel. Dos coletas perfectamente adornadas con sendos lazitos rosas y uno de esos vestidos caros de alguna tienda infantil de toda la vida de Logroño que cuestan un riñón y hacen que las crías parezcan extraídas de un cuadro de la Anunciación. Mientras el resto de los mocetes chillaba contra las pérfidas marionetas de Maese Villarejo, la niña se levantó de su asiento en el suelo. Tenía los ojos inyectados de emoción, los dientes de leche casi desencajados, las venitas del cuello se le inflamaron. «Cuidadoooo, viene el maaaal…», gritó hasta desgañitarse. El yayo jura y perjura que vio cómo Gorgorito se giró por completo hacia la voz que le lanzaba aquella advertencia vital. Agarró una estaca más grande que su cuerpo de trapo y asestó mandobles a una bruja hasta que la sacó por encima del teatrillo. Dice el abuelo que vio salir del ojito derecho de la niña una de esas lágrimas de alegría puras e inocentes. Al finalizar la obra, el yayo resumió su emoción en sólo tres palabras: té, chocolate y café.