El componente de desgarro que tiene un juicio tan doloroso como el que sienta a José Bretón en el banquillo compite con el de la intimidad desnudada. Las primeras declaraciones del acusado y su exmujer son el striptease de la relación podrida que vivían los padres de Ruth y José. Con sus ojos exaltados y esa voz aflautada que reta a las pruebas más evidentes, Bretón se describe como un padre abnegado que lo mismo recibía con los brazos abiertos al niño al salir del colegio que daba agua a la niña cuando la sed le sacudía el sueño a mitad de la noche. La gasolina, el desprecio, los gritos, los restos humanos mezclados con la ceniza no son para él parte de ese retrato que traslada al espectador al interior de un hogar en llamas con dos niños en mitad de la hoguera. Ruth Ortiz no le quiere ni ver. Detrás de una mampara para evitar la mirada de quien más odia en este y otros mundos, dice que en cuanto supo de la desaparición de sus hijos tuvo la certeza de que no volvería a verlos porque su pareja estaba tocado por el odio. Es la intuición materna. El pálpito de quien lo mismo anticipa que el crío enfermará de varicela o que se volatilizará mientras se columpia en el parque. El presentimiento de que, tarde o temprano, la maldad que habitaba en su misma cama tocaría la puerta continua donde dormían los que siguen sin despertarse. La seguridad de que cuando decía que le haría la vida imposible o amaba con locura no estaba recurriendo a ninguna metáfora.