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Teri Sáenz

Chucherías y quincalla

Un verano inolvidable

Fue a la hora del desayuno hace un millón de años. Tomaba la leche con Nesquik y legañas cuando mi madre me informó de que aquel año iba a ser inolvidable para mí: me había apuntado a un campamento de verano. Para estimular la sonrisa que ansiaba ver en mi cara de espanto, soltó una retahíla que incluía los conceptos cantimplora, naturaleza, aire puro y nuevos amiguitos. Por mi cabeza pasaron otros más bastardos como roña, madrugón, picotazos o diarrea. Como esperaba, mi cruzada rogando pasar como siempre la canícula en Cantabria resultó inútil.tienda

Compramos una mochila donde me metió un puñado de mudas, camisetas y pantalonetas y me empaquetó en un autobús con otros desconocidos a un lugar ignoto en la sierra. El claro donde paramos estaba salpicado de tiendas de campaña de loneta azul y dos inquietantes letrinas un poco apartadas donde gobernaban un saco de cal y el papel higiénico más barato del mercado. Los monitores nos repartieron en grupos. En el mío había dos mocetes tan poco entusiasmados como yo y un grandullón con chirucas nuevas que nos informó en seguida de que sabía hacer nudos y encender fuego con dos piedras. Habló de murciélagos, sombras nocturnas y, sobre todo, temibles gamusinos contra los que debíamos estar alerta. «Han pasado por aquí», dijo con aire de líder señalando una montañita marrón sobre la hierba. Yo, que nunca había ido de campamento, no osé decirle que aquello sólo era un zurullo de vaca.


agosto 2013
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