El afán por las peatonalizaciones es al viandante lo que la fiebre por habilitar rotondas para el conductor. Al amparo de la cuestionable pretensión de construir una ciudad más amable (sic) y bajo el manto de conceptos floridos como sostenibilidad y seguridad vial, mutar el asfalto por adoquín y hacer germinar una glorieta donde antes estaba plantado un semáforo o un túnel parece imponerse en un espíritu de reconversión urbana que una parte de los peatones/conductores no acabamos de digerir. El empirismo demuestra que en la mayoría de los casos las peatonalizaciones, lejos de ganar espacio tanto para quien patea esas calles o el vecino que las habita, han servido para la colonización de terrazas y veladores que compiten en un incómodo rally con los vehículos que tratan de acceder a los garajes o descargar sus mercancías. El resultado: ruido, suciedad y molestias para quien hasta entonces agradecía vivir en el centro a costa de engordar la caja de los negocios de la zona. Si el afectado huye en coche de todo ello hacia el extrarradio se topará posiblemente con una glorieta, donde la presunta fluidez circulatoria se convierte en voracidad por no someterse a la mínima espera y virar de carril en carril fulminado el sentido de una palabra maldita: intermitente. Dado que la veda está abierta y ya nada parece frenar el gusto oficial por vender como un logro ante unos lo que otros padecen, sólo queda una solución razonable: peatonalizar todas las rotondas