Sí, adoro a Montoro. Es, debo confesarlo todo, una idolatría con sabor a ternura rancia. Una sensación instalada en la frontera entre la compasión y el patetismo. Me lo imagino el día que Mariano Rajoy le convocó al despacho en la zona noble de Génova y, con un habano en una mano y las encuestas que le daban la mayoría absolutísima en la otra, el ahora presidente le dijo algo así como «Cristóbal, necesito que seas el villano de mi Gobierno». Al escucharle seguramente se le erizaron el ego y esa melenita absurda que le cuelga en la nuca como último reducto de su alopecia. Porque el ministro de Hacienda es, ante todo, un rebelde. Como el perfecto malvado nace, al no llevar ese gen en su ADN de estudiante aplicado y resabiado ha debido hacerse su papel de pérfido a fuerza de una exigente gimnasia de cinismo. Montoro no sólo ha ganado así masa muscular hasta convertirse en un culturista del eufemismo, la risilla arrogante y la bronca parlamentaria amenazando a los actores unas veces y otras retorciendo las estadísticas a su antojo, sino que en estos años ha encabritado el gesto y la voz hasta querer dar más miedo del que es capaz de supurar. Por eso, porque su villanía es tan indigesta como impostada, en su lapidación no se tirará una piedra. Serán los que aún tienen la suerte de cobrar un sueldo los que harán una bola con sus nóminas y se las lanzarán al unísono si se atreve a repetir que los salarios no bajan sino que han moderado su subida. Jijijijiji, que diría Montoro.
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