El yayo Tasio ha estado pachucho. La tensión se le disparó sin motivo aparente, tuvo una descompensación de azúcar y una mañana, de pronto, empezó a faltarle aire en los pulmones. Ninguna de las pruebas que le practicaron descubrieron más abolladuras de las que ya acumula en su cuerpo de viejo, así que el médico despachó sus miedos con media pastilla más después de cada comida y mucho reposo. Como el abuelo declinó venirse una temporada a nuestra casa para no sentirse una carga, me ofrecí yo a trasladarme unos días a su madriguera y vigilar su evolución instalado en el minúsculo sofá de escay de su minúsculo salón. Tasio empezó a recuperar la energía perdida de sopetón, pero yo apenas pegué ojo. Cada día y cada noche me taladraron los ruidos que acompañan a Tasio en su cuarto piso sin ascensor en una de esas flamantes calles peatonales. El chirrido de la tarima al pisar, cánticos etílicos de madrugada, el camión de basura engullendo el contenedor de vidrio, el llanto de un bebé, los tacones de la del quinto recorriendo la casa, la misma vecina tirando de la cadena, el zureo de las palomas, una despedida de soltero, el runrún de las terrazas, una manifestación contra los recortes, los repartidores descargando botellas, los repartidores recogiendo botellas. Cuando abandoné la casa, le rogué al yayo que viniera conmigo, que así dormiría en silencio. El dijo no, gracias. Porque el día que deje de escuchar tanto ruido significará que está muerto.