El iletrado yayo Tasio siempre había creído que la economía era cuestión de números, cuentas, muchas restas y alguna suma. En su ignorancia suponía que equivalía al dinero que uno llevaba en el zurrón. Si pesaba la economía iba bien; si flaqueaba andaba jodida. El abuelo descubre ahora al calor de los titulares con le abruman que no, que todo es cosa de sensaciones. Un cúmulo de impresiones íntimas más próximas al estado de ánimo que a las facturas que se acumulan en el buzón de mes. La economía es ahora optimismo, felicidad, entusiasmo, brillo. La luz al final del túnel, la cúspide de una cuesta empinada que empieza a llanear. No hay despidos sino flexibilidad laboral. Los desesperados son emprendedores y los salarios menguantes, costes laborales unitarios en favor de la competitividad. Para certificar todo lo que escucha sin acabar de entenderlo, el yayo Tasio se pone a rastrear las huellas de tanta euforia. En los cajones de la alacena vacía sólo encuentra unos brotes verdes caducados. Debajo del colchón de lana sigue el hueco donde una vez guardó unas perrillas hasta que se vio obligado a tirar de ellas, y mirando el cheque de su pensión se pregunta si el frutero le permitirá ese mes cambiar los billetes por sonrisas. Al salir a la calle se topa con el indigente que ya es parte del paisaje del barrio, pero esta vez no está de rodillas frente a su escudilla sino revolviendo la basura de un contenedor. Será, piensa Tasio, que está allí dentro la esperanza de la que tanto hablan.