Lamento agriarle el día recordándole que hay unas elecciones (otras más) a la vuelta de la esquina. La cita de finales de mayo tiene, además, el agravante de decidir quién ocupará un asiento en Bruselas y los respectivos líderes volverán a torpedearle los oídos con los lugares comunes sobre la trascendencia de las instituciones europeos. Desempolvarán el manual que dice que el Parlamento Europeo no es un descomunal edificio hueco, caro y ostentoso tan lejano como ajeno, sino el vivero de donde brotan solemenes decisiones que le afectan a usted en su rutina diaria. Los eurodiputados desmentirán que viven en una burbuja de privilegios, perjurarán que los candidatos son los mejores y su lugar en la lista fruto de un concurso de méritos. A medida que se aproxime la fecha de acudir a las urnas empezarán a agitar la bandera del miedo. Le describirán un futuro anárquico si los partidos minoritarios llegan a hacerse un hueco en ese palacio de cristal y buscarán hacerle sentir cargo de conciencia si el 25M decide quedarse en casa porque de usted dependen los millones que están por llegar (o no) de Bruselas. Lo que es probable que omitan es que los comicios se juegan mucho más al sur. Exactamente, en las vallas donde un día sí y otro también cientos de inmigrantes se juegan la vida para intentar alcanzar ese sueño de un futuro digno que Europa les niega con alambradas porque en el zurrón donde traen su hambre no cabe ninguna papeleta electoral.