El asesinato de Isabel Carrasco a plena luz del día y las reacciones generadas tras su muerte invitan a muchas conclusiones y ninguna estimulante. Nada más producirse el crimen se extendió un afán por encuadrarlo en razones estrictamente personales, desmarcando la condición de alto cargo de la presidenta de la Diputación de León. El empeño, sin embargo, hace difícil de digerir que la mayoría de los partidos suspendieran temporalmente los actos electorales que culminarán el 25M. Admitiendo el gesto como muestra de respeto, la decisión supone un agravio para otras tantas trágicas muertes de personas sin relevancia pública, empezando por los cinco menores fallecidos en el accidente de autobús registrado en Badajoz el mismo día de inicio de la campaña que sólo se paró en Extremadura. Tampoco merecerá un monumento la catarata de comentarios vertidos al minuto uno de conocer el suceso que excitó el lado más oscuro y ruin de las redes sociales, donde los límites entre la libertad de expresión y la ofensa hace tiempo que saltaron por los aires. A las especulaciones sobre las circunstancias del caso y la personalidad de la asesinada se han unido desde amenazas hasta insultos de todas las escalas, dando lugar a un catálogo de vómitos online impropios de nadie. Efectivamente el crimen habrá estado motivado por quién era Carrasco, pero sus repercusiones se inclinan hacia qué era, confirmado el fango de odio y contradicciones que pisa a diario la política