Pablo Iglesias (perdón por el empacho) ha tenido el tino de colocar en el supermercado político una jugosísima oferta de mensajes apetitosos y digestión instantánea que el consumidor ha comprado hasta vaciar las estanterías. En algún caso por la tentación de la novedad, y en muchísimos otros por el hartazgo de esos precocinados de siempre que saben a plástico revenido y nunca traen dentro del frasco lo que prometen en la etiqueta. El catálogo de venta incluye transparencia, transversalidad y asamblearismo por arrobas. Pero su artículo estrella es, sin duda, la casta. El producto tiene un algo de marca blanca. Podemos invita que cada cual identifique la casta en lo que más detesta. El político apoltronado, el concejal amigo de corruptelas de baja (o alta) intensidad, el diputado servil, el opositor acomodado en su incapacidad, el líder que nunca ha trabajado más allá de su despacho oficial. Iglesias ha convertido la reacción contra esa actitud vital que amenaza con enmohecer todo lo que toca en un plato jugosísimo. El desafío para Podemos a partir pasa por no empacharse con su propia receta. Que su crecimiento como partido no le haga convertirse en aquello contra lo que predica. No será fácil. La política lleva consigo el riesgo de la antipolítica en cuanto saborea por primera vez el dinero público, las jerarquías y el egocentrismo. Podemos tiene por delante el reto de medrar sin morir. De no contaminarse de los mismos vicios que han alimentado su gestación.