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Teri Sáenz

Chucherías y quincalla

Chicos de barrio

colajet

Los que en verano no teníamos pueblo nos conformábamos con ocupar el barrio. El resto de los chavales no iban de vacaciones, pasaban unas semanas o visitaban el pueblo en el que quizás residían sus abuelos o los tíos aún conservaban alguna casa vieja: ‘Tenían’ un pueblo. Además de la absurda sensación de pobreza infantil por estar fuera de ese catálogo de latifundistas, quienes lo único que poseíamos registrado a nuestro nombre era un tramo del Iregua o el hueco que medía la toalla en el césped de Cantabria nos vengábamos de los propietarios de un pueblo conquistando los espacios del barrio que quedaban vacantes. Vivir lejos del centro no era entonces una anhelo precrisis con piscina comunitaria y una plaza doble de garaje, sino el destino natural en un Logroño en expansión. Los barrios tampoco aspiraban a elevarse como esas celdas de lujo exclusivo que ahora proyectan algunos. Sólo eran el prólogo gris sin que el no se podía leer el resto de una novela juvenil. En las calles vacías hacía un calor incandescente mientras la tele echaba un culebrón. Los que no teníamos pueblo recorríamos las aceras paladeando ese placer nunca bien valorado que es no hacer nada. Sólo esperar a que se pusiera el sol para regresar a casa. O a lo sumo, tirar contra una canasta. Burlarnos del loco del tercero, hacernos postillas en la rodilla, compartir un colajet a la sombra de cualquier portal abierto. Pensar que el verano era eterno y nosotros nunca creceríamos.


agosto 2014
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