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Teri Sáenz

Chucherías y quincalla

Nada ni nadie

agua

Recuerdo nítidamente el día que aprendí a nadar. Era de color verde césped y azul tanque de agua. Tenía sabor a cloro y un regusto pegajoso a canícula de agosto. Yo era un moco miedica, esmirriado, uniformado con una pantaloneta meyba dos tallas más grandes. Con los pies en el bordillo de la parte más profunda de la piscina, había decidido que aquella tarde, por fin, aprendería a nadar. Salté con la decisión de quien se lanza desde un acantilado. Y mi cuerpo se hundió hasta el fondo. Salí con dificultad a la superficie, agitándome como un pollo apurando su último hálito de vida. Pero esta vez algo cambió respecto a los infinitos cursillos en los que nunca aprendí espantar el miedo. Aquel día, sin saber por qué, la cabeza se mantuvo unos centímetros más arriba. Lo suficiente para morder unas bocanadas de oxígeno y no sentir los pulmones a punto de estallar. A cada patada debajo del agua, mi cuerpo se hundía y el paisaje se borraba. El ruido exterior se hacía hueco como dentro de un líquido amniótico. Sin embargo, una fuerza desconocida hasta entonces me elevaba para volver a ver, escuchar de nuevo. Arriba. Abajo. Y luego una brazada que me empujaba. Y otra. Cada vez más ligero, menos torpe. Y mi hermana en el otro extremo de la piscina con los brazos extendidos esperándome llegar. Ya llegas. Estás aquí. Ahora sí. Fue el mismo día que decidí que nadie me amedrentaría; que nada me impediría seguir avanzando para alcanzar la orilla.


agosto 2014
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