Que ellos no lo sabían, oiga. Apiádese de los 86 consejeros y directivos de Caja Madrid que durante casi una década gastaron más de 15 millones de euros a cuenta de esas tarjetas opacas que alguien les había facilitado para sufragar sus cosillas. Una pedacito de plástico que lo mismo pagaba el pádel de los niños que un traje nuevo porque este ya tiene bolas y le salen brillos cuando lo plancha la asistenta. Entienda que qué iban a pensar ellos. Llegaban a la planta noble de la entidad y nadie les pedía razones. Para qué si la economía va como un tiro y estamos en la champion league del derroche. Póngase en su lugar. Usted se guarda el recibito del cajero cada vez que retira unos eurillos en la calle. Al cabo del tiempo los apila todos sobre la mesa y entra en cólera con la entidad si le ha cargado la comisión que le prometían condonar o consigo mismo, que se había decidido a no abusar del dinero virtual y evitarse sustos a fin de mes. Pero ellos no. Para qué. Si todo el mundo lo hacía, dicen. Como si el mundo entero cupiese en ese ecosistema de reuniones estériles al más alto nivel donde da igual dónde comamos, que pago yo con esa tarjeta sin fondo. Téngales clemencia, porque el abuso mientras el sistema bancario se desmoronaba como un frondoso roble cuyo tronco está podrido no fue cosa de uno ni de dos. De un partido u otro. Ni de empresarios o sindicalistas. Todos lo hicieron. Todos demostraron que la codicia no tiene límites cuando el dinero es de otros.