El manual de uso de las campañas electorales incluye (o al menos incluía) la forja de un rostro solvente y reconocible como vehículo para intentar atrapar la mayor cuota de votos. Especialmente en el ámbito doméstico, donde la cercanía de una cara es (o venía siendo) uno de esos valores intangibles para el vecino de provincias por el cual las virtudes y/o defectos de un cabeza de cartel se suponen una prolongación de los de la organización que representa haciendo bueno el recurrente ‘aquí nos conocemos todos’. Hasta ahora. Mientras el PSOE se afana por inyectar a marchas forzadas visibilidad mediática a Concha Andreu o el PP vuelve a jugar a demorar que Pedro Sanz volverá a autoimponerse como apuesta por revalidar el Gobierno de La Rioja, partidos que hace dos días eran un embrión como Ciudadanos o Podemos –con todas las infinitas diferencias ideológicas que les separan– siguen todavía inmersos en el proceso de elección de sus candidatos a pesar de que el 24M está a la vuelta de la esquina. Y aún así, las encuestas les otorgan a priori una representatividad que otras formaciones con un recorrido mucho mayor y una estructura más consolidada observan con incredulidad. Se confirma así no sólo la influencia replicante de un liderazgo nacional como el de Iglesias o Rivera, sino el poder de la marca. Su peso específico entre los ingredientes de esa mezcla de sentimientos, a veces insondables, que se remueven en la voluntad a la hora de depositar una papeleta.