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Teri Sáenz

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Vida de barrio

ballesteros

El derribo de las últimas casas bajas que conservaba  la plaza Martín Ballestero para su inminente trasformación en flamantes adosados es también la demolición de una parte única de la memoria histórica de Logroño. Cuando la piqueta pulverice el último ladrillo desaparecerá con él una estampa que pervivirá sólo en fotografías de color sepia y el recuerdo  de unos pocos: los que en los años 40 recalaron allí desde otros pueblos como el que aspiraba a dejar de ser la capital en busca de un hogar ultraeconómico. En aquel rincón dominado ahora por inmigrantes y supervivientes del pasado encontraron la vida que el ansia por despreciar lo viejo ha acabado devorando. La barriada se conformó como entonces se creaban los nuevos mundos. Con una austera iglesia blanca de aire colonial en el epicentro que también con el tiempo mutó en un templo funcional . Un colegio público, estrechas casas con butano y sin ascensor, una tienda de ultramarinos siempre abierta y alrededor,  explanadas de barro por explorar. Y en el caso de las casitas que acaban de ingresar en la historia, un huerto minúsculo en las traseras donde los propietarios podían mantener el cordón umbilical con sus orígenes y, en cada cosecha, regalar unos pimientos al vecino. Cuando dentro de unas décadas lo que ahora se construye con impronta de futuro parezca ya decadente y se tire abajo, no merecerá ser noticia. Porque ya no hay barrios sino sectores urbanísticos. Porque ninguno es Ballesteros.

Foto: Herce (1970)


enero 2016
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