La senectud del yayo Tasio es proporcional a la gavilla de manías que va acumulando con los años. La más enraizada es la sospecha enfermiza de que le roban. El abuelo está obsesionado con que el nuevo inquilino del tercero ha enganchado la luz a su contador. Cada vez que baja a comprar el pan remira las vueltas por si la tendera trata de sisarle un céntimo y tampoco para de echarse la mano al bolsillo del pantalón para comprobar que su cartera sigue ahí. El catálogo de tics incluye acudir a diario al banco donde tiene domiciliada la pensión para actualizar la cartilla. Aunque en la oficina le han repetido amablemente que puede realizar el trámite en cualquiera de sus cajeros, Tasio prefiere hacer fila y esperar a que el empleado de turno lo haga personalmente. Coge el cuadernillo, lo abre por la página del último apunte y lo introduce en la máquina. El mecanismo se pone en marcha y para casi al instante, porque nunca hay más movimientos que las obligaciones de pago y la proverbial austeridad de Tasio permiten. El abuelo ha comparado su rutina con la de Rodrigo Rato y le ha invadido un sentimiento de empatía al conocer que tiene 178 cuentas corrientes en 16 países. Entrando en años como él y víctima de rarezas análogas, el yayo se imagina al exvicepresidente de Aznar peregrinando de sucursal en sucursal con su hatillo de libretas. Pidiendo por favor que se las pongan al día y levantándose las gafas cuando se las devuelven para, en su caso, cerciorarse de que nadie le roba nada de lo que él ha robado.