La primera vez me dio entre miedo y vergüenza. Yo tan pequeño y ese lugar tan imponente y secreto. Tanto era el respeto, que antes de entrar pasé varios días por delante de la entrada haciéndome el encontradizo para hacerme una idea de como sería el interior. Sobre todo por la noche, cuando más clientela había. Desaceleraba el paso y echaba un ojo a lo que se movía dentro. Por la rendija de la puerta rezumaba el placer. Acción, violencia, seres extraños, todas las fantasías imaginables. La oferta era abrumadora. Las ganas de experimentarlo todo, incontenibles. Tanteado el terreno y reunidos el dinero y la valentía suficientes, llamé a un amigo para que me acompañara en aquel bautizo de fuego. Accedimos adentro erguidos para intentar disimular nuestra indisimulada cara de críos. La mujer que ejercía de guardiana de aquella cueva de lo desconocido ni nos miró. Siguió fumando un ducados y permitió que nos adentráramos hasta el fondo del local. Mi camarada y yo sufrimos algo parecido al colapso. Frente a nosotros quedaba al alcance de la mano todo lo que quisiéramos gozar y no sabíamos qué elegir. Las tocábamos, las escrutábamos, cogíamos una y la volvíamos a dejar. Media hora después, henchidos ya de confianza, nos acercamos a pedir consejo a la dueña. «¿Ha recibido ya la última de Bruce Lee?». La mujer se levantó perezosamente, se dirigió a la sección de películas de acción y agarró dos estuches para preguntarnos: «¿La queréis en Beta o en VHS?».