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Teri Sáenz

Chucherías y quincalla

Canción triste

verbena

Conocí al hombre más triste del mundo en un océano de alegría. Los amigos habíamos acudido a las fiestas de uno de esos pueblos minúsculos en invierno que en verano se llenan a reventar. Como para reivindicarse, cada agosto el ayuntamiento tiraba la casa por la ventana con guirnaldas en los balcones, churrería móvil y una verbena que torturaba el habitual silencio de la sierra hasta entrada la madrugada. Todo el mundo se arremolinaba en la plaza a medianoche en cuanto la orquesta daba el primer acorde. Como no éramos de bailar, nos acomodábamos en un banco al lado del escenario para otear el panorama y esperar la hora de coger el autobús de vuelta. Y allí lo vi, elevado con su guitarra sobre decenas de chavales haciendo la conga y abuelos que bailaban agarrados al ritmo de pasodoble. Mientras el cantante arengaba al público como si no hubiera mañana, la corista luchaba porque el sudor no le derritiera el maquillaje y el batería castigaba el bombo, su compañero tocaba sin inmutarse. No es que atacase cada tema con rutina sin saber dónde estaba ni qué día era, sino que en su mirada perdida había una pena contagiosa. La gente gritaba, saltaba, vibraba y él, en su cueva interior. El cantante anunció de pronto el turno de las baladas. Algunos abuchearon, dos parejas salieron a bailar las lentas, se encendieron mecheros. El guitarrista dio un paso al frente y punteó los acordes más melancólicos que jamás he escuchado. En la cara se le dibujó algo parecido a media sonrisa.


agosto 2016
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