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No verá ninguna
manifestación multitudinaria por El Espolón lamentando el cierre. Los sindicatos evitarán salir a la calle portando
pancartas reindicativas y el Parlamento olvidará consensuar ninguna
declaración institucional en solidaridad con el negocio que baja la persiana para siempre por jubilación. Tampoco los partidos se echarán en cara mutuamente los motivos de la clausura ni la interpretación parcial de datos macroeconómicos. Ni siquiera pugnarán por que sus representantes en Madrid sean los primeros en trasladar una inane iniciativa alusiva al caso en esas
Cortes que sólo sirven para llenar el tiempo y los bolsillos de sus señorías mientras sigue sin haber Gobierno. En breve, la
Librería Quevedo no volverá a abrir sus puertas y en las estanterías donde durante cuarenta años han habitado palabras se instalará el silencio. Los mismos que bramaron contra la marcha de multinacionales pasarán por delante del local que quizás acabe reconvertido en otra cafetería más con terraza y apenas notarán el cambio. Da igual, porque nunca ojearon allí (ni en ningún otro lugar) un
cómic ni olieron las páginas de una obra maestra tentados de comprarla. Al único que de verdad le apenará el cambio es al centro de Logroño.
La ciudad llorará en bajito, como ha hecho cada vez que uno de los comercios tradicionales que le insuflan vida muere. Pero nadie le escuchará, porque en la ranura de las urnas electorales no cabe ningún libro. Sólo
papeletas raquíticas.
Fotografía: Justo Rodríguez