Todos los atentados son el mismo atentado. Barcelona es París; París replica a Londres; Londres como Berlín. Un grupo de fanáticos ha rezado para matar muriendo. Llenan sus cuchillos de sangre o atropellan inocentes con un vehículo. O acuchillan y arrollan. Urbes concurridas. Lugares estratégicos. Asesinatos en masa. La muerte por sorpresa. Al principio las noticias son confusas. Un fallecido y veinte heridos. Dos fallecidos y cuarenta heridos. La cuenta exponencial a cada minuto. Bulos y certezas. Sirenas. El caos. Las televisiones interrumpen su programación. Los periódicos paran las rotativas en seco. Reporteros apostados detrás de la cinta policial con conexiones en directo. El virus de las fotografías del instante que alguien ha tomado con el móvil. Testimonios digitales. El que pasó por allí. El que iba a pasar. El que pasaba y jamás volverá a hacerlo. Un logo en recuerdo de Barcelona (¿o era Bruselas?). Solidaridad. El relato de héroes improvisados contra criminales sin escrúpulos. Turistas anónimos un día, biografías públicas al siguiente. Las mismas críticas a la prensa por esa portada, por aquella fotografía. Primeras declaraciones. Lo malo que ha pasado. Lo peor que podría haber sucedido. Las condelencias de siempre. Concentraciones de repulsa. Llamadas a la unidad. Un minuto de silencio. Banderas a media asta. No podrán con nosotros. Musulmanes sí, terroristas no. Exaltados. Escenas calcadas que lo único que jamás podrán reproducir es el dolor individual de cada muerto. Sólo las víctimas son únicas.
Fotografía: Justo Rodríguez