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Teri Sáenz

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Entro en casa del yayo Tasio y le noto más extraño que de costumbre. Inclinado sobre la mesa camilla que preside el salón, aprieta un bolígrafo con el que despliega a paso de burra su caligrafía temblorosa sobre un papel en blanco. Al lado, un sobre y un sello. Me informa de que se trata de un artefacto llamado carta que puede enviarse a cualquier parte del mundo. No hace falta conexión a Internet; sólo introducirlo en una boca metálica conocida como buzón. Mientras está completando el escrito, le llaman por teléfono. El suyo es muy particular. No puede llevarlo de aquí para allá, porque tiene un cable conectado a la pared. Al acabar de hablar, es él quien marca para hablar con un tercero. Sí, utiliza el dedo para completar un número que empieza por 941. Pero lo hace de un modo insólito, incrustando el índice sobre los agujeros de una ruleta. Hasta que la circunferencia no vuelve a su sitio como regurgitando perezosamente, no puede hacer girar el siguiente número. Antes de retornar a la mesa, me pregunta si quiero escuchar música. No me atrevo a negarme. Quita el trapo de ganchillo que protege del polvo el tocadiscos y extrae un vinilo plano de los que tiene apilados en la estantería del mueble. Lo deposita delicadamente sobre la superficie giratoria y coloca encima un brazo metálico acabado en una minúscula aguja. Como por arte de magia, de aquel trozo de plástico brota una música que llena la estancia. Aún noqueado, me despido del yayo Tasio hasta la próxima semana. Antes de marchar, me regala algo semejante a un ladrillo de papel relleno de hojas con letras fijadas con tinta. Es un libro, me aclara. Y se lee pasando una página tras otra. Le doy mil gracias. Todas analógicas.


marzo 2018
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