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Teri Sáenz

Chucherías y quincalla

Un solo dedo

dedo

El yayo Tasio añora el dedazo. Recuerda con melancolía cuando al líder le salían canas en el bigote o simplemente una mañanba decidía que ya estaba harto no se sabe si de los suyos o de los otros y decretaba un sucesor. El anuncio inyectaba una dosis de orfandad entre las bases tanto como excitaba a su círculo más próximo. Los afiliados se ponían en manos de esa decisión unipersonal que se dilataba en el tiempo para concederle mayor solemnidad, mientras los virtuales candidatos a heredar el trono afilaban palabras de humildad, abnegación y compromiso poniéndose a disposición de lo que decidiera dios (digo el partido) aunque en su interior les ardieran las ansias de poder. Para qué dar la palabra a esa militancia ignorate, desprovista de la sabiduría que sólo se adquiere al albergar en despachos con moquetas mullidas y sillones de cuero noble. El líder demoraba el fallo dejándose halagar por sus delfines, con el pecho henchido al escuchar cómo los afines le rogaban que se pronunciara para no perder la fe. El día menos pensado pontificaba la buena nueva con la seguridad de que había acertado. Porque si el sucesor lo hacía bien sería porque había aprendido de su maestro. Y si la pifiaba y el legado empezaba a resquebrajarse, sacaría lustre al propio orgullo desde su retiro dorado convencido de que sólo él había sido capaz (y podría volver a serlo si le invocasen) de llevar las riendas con firmeza. Ni primarias ni hostias, que las carga la desmemoria. Que luego los que regalaban reverencias mutan díscolos y hasta quienes nunca hablaron osan ahora alardear de lo que se dejó de hacer en vez de lo que se hizo bien. Si hasta alguno ya no reconoce al líder que fue ni aquel refulgente dedo que una vez soñó en la intimidad que le señalara a él.


julio 2018
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