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Teri Sáenz

Chucherías y quincalla

Mojarse

piscina

Levantó la cabeza de la toalla donde estaba tumbado con los ojos aún a medio abrir. La mezcla de sueño atrasado y calor irrespirable le habían dejado noqueado sobre el césped recién cortado y, al despertar, aún le costó unos instantes a su cerebro reaccionar. Con la mirada achinada por el sol, poco a poco empezó a ser consciente de los gritos de la chiquillería. El retumbante ir y venir de adolescentes con los bañadores empapados, madres amenazando con cortes de digestión, saltos de bomba indiscriminados, un penetrante un olor a cloro que le espabiló definitivamente. Se vio de pronto en la zona cero de aquella piscina municipal que, juraría, aún estaba casi desierta cuando llegó y en la que ahora apenas cabía un alfiler. Para poner orden en sus conexiones neuronales, decretó pegarse un baño. Se irguió definitivamente y oteó el horizonte. Allí, entre la masa, atisbó un hueco para ejecutar sus intenciones. Se aproximó al borde del vaso y, aún un pelín aturdido, cató el agua con el dedo gordo del pie derecho. Lanzó un largo suspiro con los brazos en jarra y calculó mentalmente las dimensiones del rectángulo, la profundidad del continente, el pH de contenido. Soltó aire para agacharse y tomar unas gotas en su mano que frotó sobre la tripa. Bufff. Un respingo. Se retiró un momento para ducharse antes del chapuzón. Abrió la llave de paso, pero en vez de colocarse bajo el chorro estiró mucho el brazo para rociarlo someramente antes de volver a su hueco frente a la piscina. Hizo unos estiramientos absurdos, giró el cuello para no dislocarlo al tirarse de cabeza y metió de nuevo el dedo gordo del pie (esta vez el izquierdo) en el agua. Ahora sí. Deshizo sus pasos y volvió a yacer sobre la toalla.


agosto 2018
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