Conocí el auténtico terror en casa de Juan. Ninguno de nosotros era muy amigo suyo ni le juntábamos demasiado en los recreos, pero tenía un hermano mayor que aquel agosto había conseguido un trabajillo de verano como socorrista en las piscinas. Con su primer sueldo se había comprado la pieza más codiciada por cualquiera de nosotros: un vídeo. Y además, VHS. Sometidos a la dictadura de dos solitarias cadenas en una TV monótona y sin alicientes, el mamotreto que había colocado primorosamente sobre el aparador como si fuera un altar nos abría a mundos infinitos. Labramos una amistad de urgencia e interesada con Juan en cuanto supimos que disponía de aquel artilugio tan caro de ver todavía en ninguna otra casa. Así aprovechábamos las tardes que su hermano pasaba oliendo a cloro para apostarnos en su salón y devorar películas con el runrún de las aspas del ventilador como banda sonora. Sólo hicieron falta unas pocas visitas al videoclub del barrio para convertirnos en adictos a la sección de películas de miedo. La oferta aún era escueta, pero el simple repaso a las carátulas desasosegantes y los títulos invariablemente apocalípticos –el ranking estuvo encabezado siempre por ‘Holocausto caníbal’– servían ya de aperitivo a las raciones de escalofríos que tragábamos cada día. En pocas semanas nos vimos tirados sobre el sofá de escai de la casa de Juan y con las persianas bajadas decenas de cintas que forjaron mi catálogo de temores. Miedo a los maizales y a las arañas peludas;a las casonas vacías y el agua estancada; a los niños muy rubios con ojos azules y los tablones que chirrían; a las luces parpadeantes y al viento que ulula a través de ventanas mal cerradas. Miedo a que alguna vez deje de disfrutar del miedo.