El rumor hiberna en las aguas estancadas. Si nada se mueve, su coleteo es sordo y la picadura inocua. Apenas un estertor lejano sin eco ni chicha. A nadie le importa si todo palpita con la inercia de la rutina, así que duerme en una placidez monótona sin moverse apenas para no malgastar energías. Es al cambiar el astro y agitarse el río cuando los rumores se electrifican. El viento revuelto y el oleaje picado son el acicate para culebrear en su nicho. El momento en que los adictos a las inciertas certezas se calzan las botas para ingresar con pasos inestables en el barro de las dudas e introducen la mano palpando la arena turbia hasta dar con un rumor que les satisfaga. Cualquier rumor. No importa su calibre ni la textura. El hambre se aplaca sin más con un ejemplar que pueda exhibirse en privado y susurrar en público. Porque un rumor de calidad no se proclama. Se deja macerar hasta que otro rumor gana peso. O cuando el cazador reclama su protagonismo al sentirse ignorado, dejando entrever lo que almacena en el pliegue de los secretos. Nunca yerra. Porque el rumor puede tener un tamaño descomunal y se derrama a borbotones; o ser tan minúsculo que se guarda oculto. Y cuando la verdad se desvela, el primer pescador es más que probable que haya acertado porque sus posibilidades eran infinitas. Y el segundo también, ya que sólo él era guardián de un misterio personal que, una vez desenvuelto, nadie sabrá ya cuál era su auténtico contenido. En esa persecución furtiva, el único que no se inmuta es el dueño de la verdad. Ese que calla mientras los rumores aletean, crecen y menguan, asoman y se esconden. El que esboza una sonrisa oblicua cuando el agua se asienta y todos dicen: «Yo ya lo sabía».