Ahora que acaba definitivamente el verano y nadie nos lee, puede confesarlo: sus vacaciones han sido un fracaso. Lo que tenía previsto como unos días de asueto y desconexión, el antídoto tórrido al estrés que le acucia el resto del año, se ha saldado con una fúnebre sensación de decepción. Mienta a sus amistades, suba a las redes sociales postales idílicas, exhiba la piel bronceada, pero guárdese al menos el placer íntimo de reconocer en secreto que nada fue como lo que esperaba. O si es demasiado débil como para ser tan cruel consigo mismo, asuma cuando menos que sus expectativas eran tan ambiciosas que no se cumplieron. Hágame caso, dome su soberbia. Experimentará una gozosa liberación al decirse la verdad ajeno a los comentarios que le llueven de su círculo más próximo dándole todos los detalles de ese maravilloso crucero todo incluido, aquella cala virgen, el mejor y más jipi chiringuito de la galaxia. Desconfíe incluso de los que han compartido destino con usted y acaban la conversación con un «Ah, ¿pero no fuiste a ese museo?», como quien expide un certificado de invalidez a tus vacaciones. También es probable que ellos se indigestaron y los niños boicotearon el relax. O sufrieron igualmente los ronquidos de la caterva de guiris que tenían en la habitación de al lado. No haga caso cuando le digan que conquistaron para ellos solos la misma playa en la que cuando usted fue no admitía una sombrilla más. Y en el momento que sus allegados acaben de pasar frente a sus ojos la galería donde han recogido todos esas instantáneas que certifican su felicidad estival, pida que le muestren otro archivo del móvil: ese en el que no guardan las fotos de unas vacaciones tan infernales como las suyas.