Al yayo Tasio no le gustan las peatonalizaciones. Lo dice bajito, casi susurrando. Y sólo cuando tiene delante alguien de máxima confianza y un mínimo de empatía. Teme que si alguien le escucha pueda delatarle y mandarle al paredón donde se fusila (metafóricamente) a los que van contracorriente. A ese mismo foso donde el fundamentalismo […]
Al yayo Tasio no le gustan las peatonalizaciones. Lo dice bajito, casi susurrando. Y sólo cuando tiene delante alguien de máxima confianza y un mínimo de empatía. Teme que si alguien le escucha pueda delatarle y mandarle al paredón donde se fusila (metafóricamente) a los que van contracorriente. A ese mismo foso donde el fundamentalismo arroja a los que no les hacen gracia las mascotas, quienes nunca han cogido una bici o comen carne sin remordimientos. Si no estuviese maniatado por la dictadura de las corrientes de opinión que definen por decreto qué es intrínsecamente bueno, se atrevería a matizar que lo que realmente le incomodan son las peatonalizaciones que incumplen dos máximas: consulta y efectividad. El yayo observa casi con añoranza esa fiebre de participación que ataca a los candidatos en campaña electoral. Para exhibir músculo dialogante, se reúnen cada día antes de acudir a las urnas con asociaciones y entidades, colectivos vecinales y agentes sociales. Los mismos a los que al llegar al poder olvidan sondear su parecer precisamente en aquellas decisiones que más les atañen. Pero lo que de verdad retuerce al abuelo son las peatonalizaciones que al final no miran al peatón. La conversión de calles que, con la excusa de hacer más amable la ciudad y vetar los humos, acaban cedidas a la restauración para que florezcan terrazas y veladores y el espacio público sea tomado por pérgolas y metacrilato. Tasio sabe que nadie le oirá porque nada dirá. Sólo aspira a que, si un día sale a la calle y de súbito le han cambiado el asfalto por adoquines, en vez de ser atropellado por un camión de reparto no le arrolle algún camarero con una bandeja en la mano.