El mundo requiere vivir con miedo. Uno puede pasar el día con el depósito vacío de felicidad o esperanza, pero es incapaz de marcharse a dormir sin haber sufrido algún escalofrío de terror. No importa su naturaleza ni la intensidad. Si es ficticio o palpable. Basta con que tenga visos de realidad para que con […]
El mundo requiere vivir con miedo. Uno puede pasar el día con el depósito vacío de felicidad o esperanza, pero es incapaz de marcharse a dormir sin haber sufrido algún escalofrío de terror. No importa su naturaleza ni la intensidad. Si es ficticio o palpable. Basta con que tenga visos de realidad para que con unas pequeñas dosis, inoculadas eso sí con la frecuencia precisa y apuntado a la diana oportuna, la humanidad experimente el estímulo requerido. Hay tantos miedos como inseguridades. Algunos estándar y otros tan personales que resultan casi inconfesables. Miedo a los payasos con la cara grotesca y al chirrido de una veleta que voltea el viento; a la soledad y a perderse entre la masa; a los animales que reptan por el subsuelo y a los ruidos que pueblan las noches en vela. El miedo a la muerte es uno de los pocos con rango de universal. Las excepciones a temer el día final son contadas y las que hay tampoco escapan del pánico al prólogo de una enfermedad larga y agónica. A veces la mente se resiste a un desasosiego a largo plazo, así que el propio miedo se encarna en parafernalias pavorosas. En virus de nombres obtusos y siempre amenazantes –hoy coronavirus, ayer encefalopatía espongiforme bovina–, en los afectados que se confirman en el otro extremo del mundo y los fallecidos que van apareciendo cada vez más cerca, como si el miedo fuera capaz de estrechar su cerco en torno a los incrédulos. Consecuencias insondables, malformaciones irreversibles, cuarentena. Una tos rara, un sarpullido sospechoso, la fiebre constante. Un botiquín en el que nunca puede faltar una mascarilla. Para no respirar los miedos que han pasado, pero sobre todo los que están por venir.