Al principio le regañaba. Veía al yayo Tasio explorar con fruición las esquelas que aparecen cada día en el periódico y le afeaba el gesto porque lo creía entre macabro y contraproducente para él, que ya está cerca de protagonizar una de ellas. No sólo hace tiempo que desistí de reprocharle nada, sino que he empezado a compartir su hábito en el que no hay morbo sino homenaje, una reverencia póstuma. Antes siquiera de ver la portada o detenerse en otras secciones, el abuelo se lame la punta del índice y el pulgar para pasar mejor las páginas y llegar a ‘los muertos’. Así bautizó los recuadros donde aparecen las defunciones y como sigue refiriéndose a ellas cuando cada mañana las revisa con meticulosidad de taxidermista. Lo que encuentra en su viaje a las profundidades de las esquelas es una ingente cantidad de información. En la relación familiar del difunto intuye cómo ha sido su vida. Si ha tenido muchos hijos o la enumeración de la parentela se agota en una línea; si la retahíla alcanza a los bisnietos o ha muerto tan joven que duele la edad que acompaña la necrológica. Tasio sigue con el dedo cada referencia, todos los detalles del funeral y la conducción, los módulos remachados con un epitafio a veces críptico, siempre emotivo. Al yayo se le escapa una lágrima cuando nadie le ve, como si fuera un amigo íntimo. Y también sé que en su lamento no hay tristeza. Sólo añoranza. Y el ruego de que publique una esquela suya a media página cuando deje de respirar. Le digo que sí, que ese día la suya será la más grande. Pero le miento. Porque mientras yo viva, él nunca morirá.
Fotografía: Miguel Herreros