Lo más esperanzador que se ha oído para enfrentar la despoblación es la necesidad de «reinventar» el medio rural. Una vez que ‘La España Vacía’ (y sus variantes provinciales) irrumpió en la agenda política, el debate se trufó del peor mal que acecha a cómo definir el futuro: la mirada al pasado. En el caso de la diáspora y falta de recursos que sufren las pequeñas localidades, la reacción inmediata consistió en la nostalgia. Los pueblos, ignorados hasta entonces, se coronaron con un aura de añoranza y las propuestas de mejora que brotaron con la misma urgencia con que se fue consciente del drama apuntaron a la rehabilitación de una fotografía en sepia. Encarar así la situación sólo puede abocar a la frustración. El declive de tantos pequeños municipios se produjo por la búsqueda de sus vecinos de nuevas oportunidades y lo que dejaron atrás no fueron sus raíces, sino una vida de precariedad y aislamiento que en la mayoría de los casos se superó con el cambio. Proponer retornar a aquel escenario lavándole la cara con garantías de conectividad e idílicas casas rurales se antoja un analgésico de efectos limitados, sin menospreciar las heroicidades de quienes han tomado el camino de vuelta. No hacen falta muchos diagnósticos; basta con leer los testimonios que cada día se publican en estas páginas. La solución pasa por una reconstrucción conceptual del mundo rural para resituarlo como una nueva opción, no la versión blanqueada de lo que fue. Priorizar dónde actuar para que el esfuerzo no se diluya y, antes de reinventar un pueblo agonizante, no dejar morir otro medio vivo.
Fotografía: Justo Rodríguez