Si estos días tropieza con alguna pareja al borde del colapso y presa del terror, no se alarme. Es probable que se trate sólo de un episodio de psicosis transitoria. La somatización por parte de los padres de algún niño de tres años a punto de iniciar su periplo escolar y que, como el resto de progenitores en la misma coyuntura por estas fechas, están enfrascados en un dilema vital: escoger el colegio donde el mocete pasará los próximos años casi más tiempo que en su propia habitación. En esa vorágine monotemática habrán agitado en una coctelera los ingredientes para dar con la mejor opción. Quizá desde sus propias experiencias en un colegio de curas (o monjas) del siglo pasado hasta las garantías de que el retoño balbucee prematuramente red, blue y green y puedan henchir el pecho presumiendo de tener un chaval bilingüe. Y todo ello, después de procesionar por los centros mejor posicionados en su ranking personal pidiendo audiencia con el director y prometiendo comulgar con las facturas que quieran imponerles. En esa ensalada sabrán a poco variables como la cercanía al domicilio, el calor que trasmite un patio o las posibilidades de que el crío se mezcle con otros diferentes. Empuñarán la bandera de la libertad de elección, pero siempre eludiendo los centros plagados de inmigrantes y sin pistas de pádel. Aquellos a los que sólo irán quienes no tienen otro remedio o aún creen ingenuamente que todos los colegios, públicos y concertados, son iguales y gratuitos.