Odio a los que odian el cine español.

Los odio tanto como a los que detestan la pintura checa, los que veneran la literatura birmana o los que aman el arte albanés sobre todas las cosas.
No los odio por el hecho de que odien el cine español. Sólo porque lo odian de forma categórica, como si fuera un género en sí mismo. Así, sin más. Lo sueltan como se suelta esa coletilla radical que todos recitamos de tirón cuando se nos interroga sobre algo de lo que no tenemos ni puta idea.

Odian el cine español porque, con suerte, una vez vieron una película en la que salía Jorge Sanz, Maribel Verdú o Emma Suárez y les aburrió. Porque siempre salen los mismos en las mismas películas haciendo de adolescentes, aunque hace muchos años que han dejado de ser adolescentes. O una de esas rancias cintas de Garci donde sale el Molinón y llueve y suena una música decadente y los protagonistas se intercambian sus respectivas depresiones ante un dry martini.

Odio a los que odian el cine español porque indefectiblemente adoran le cine norteamericano. A Bruce Willis, a Tom Cruise, a Ben Affleck. Porque lo de allí siempre es mejor que los de aquí y tiene (sentencian como críticos sesudos) más calidad e interés. Y lo dicen sin decir que las películas españolas más taquilleras son las de Torrente. Creyendo que buenas películas como REC o El Orfanato lo son por ser de terror. A pesar de ser españolas.

Les dejaré de odiar cuando en mi próximo arrebato de esnobismo clame que soy devoto del cine taiwanés y Lee Kang-Sheng. Que mis directores favoritos son Ulrich Seidl y Michael Haneke y, por tanto, amo Austria. Que nada supera las películas iraníes de Kiarostiami. Que la profundidad existencial del coreano Kim Ki-duk no tiene parangón en toda la cinematrografía mundial.

A veces me odio a mí mismo. Entonces, para purificarme, voy al cine y veo una película. A veces es buena, otras no. A veces no es española, otras sí.