Al yayo Tasio le duele de verdad cada vez que va a Urgencias. Literalmente. Unas veces le duele la vejiga infectada como si fuera a morirse cada vez que mea. Otras veces le mata esa pierna entumecida de repente que le asusta como el lobo de los cuentos y que el especialista, al final de la visita, siempre achaca a alguna mala postura. Le duele, sobre todo, reconocerse viejo. Saber que el tiempo se le agota como la reserva de un depósito de combustible y que esas manos que una vez fueron capaces de esquilar cien ovejas y labrar la pieza más recia ahora son dos ramas lacias de un tronco tambaleante. Al abuelo no le gusta ir a Urgencias. Preferiría estar sano. O si no hay más remedio acudir a su médico de cabecera. Pero cada vez que llama le citan para dentro de tres días. O cuatro. O los que sus achaques no pueden soportar. Le duele aguardar horas sobre una silla que le deja el culo cuadrado. Y también tener (a su pesar) que compartir la sala con otros pacientes que regalan los virus en cada tos. Lo único que le apacigua es que al final, cuando la tarde se convierte en noche esperando que el altavoz pronuncie por fin su nombre como un niño de San Ildelfonso canta el “gordo”, el médico de turno le mira de arriba abajo con profesionalidad y le dice que está hecho un chaval. Pero el dolor más doloroso, el que de verdad le aprieta al salir de madrugada del hospital es que le digan que abusa de Urgencias, el colapso es culpa suya y sus achaques, unos amigos que él ha invitado.
Fotografía: Sonia Tercero