Como de vez en cuando me toca tratar con algunos de los gerifaltes de la política nacional que recalan por aquí, el yayo Tasio tiene esa curiosidad provinciana por saber cómo son en vivo. El interés del abuelo no tiene nada de insano ni procaz. Lo que le intriga es conocer si detrás de ese rostro que se pronuncia con contundencia o pone un gesto entre cordial y tajante ante las cámaras hay un ser humano estándar. Por ahorrarle detalles insípidos, le digo que sí. Quizás sus caras no resultan tan frescas como dicen las fotografías sugeridas en lugares estratégicos. A veces llegan con ojeras, la camisa arrugada de tantas horas de viaje en el coche oficial y los zapatos sucios tras haber visitado a unos afiliados o puesto alguna primera piedra. Beben agua a morro, susurran al móvil órdenes inaplazables y hasta visitan discretamente el wáter antes de apretar el botón de su cerebro donde almacenan su discurso. Le informo de que el rango también conlleva otras cargas más ingratas como saludar a quienes desean rozarles como si fueran actores de telenovela, sonreír cuando quieren llorar, dejar caer en privado reflexiones que jamás admitirán en público y, sobre todo, afinar la intución que les indica quién se arrima a ellos por interés o voluntad propia. Tasio lo rumia todo y concluye que no les arrienda la ganancia. No valdría para no ser él mismo. El yayo es demasiado trasparente, excesivamente humano. Yo no me atrevo a confesarle entonces que mi único líder es él.