Hace un mes despedí a mi cenicero. Fue un adiós sin explicaciones ni finiquito. Me miró con rencor desde su ojo de cristal. Como restregándome los servicios prestados durante tanto tiempo.
El mechero sigue en plantilla. Aunque ya no es lo que era. Ahora trabaja en jornada reducida. Se enciende media docena de veces por la mañana. Seis como mucho por la tarde. Y siempre fuera del calor de la redacción. Busca donde prenderse en algún rincón próximo a la puerta principal. Sale un instante y vuelve a las profundidades del bolsillo. Hasta luego. Algunas veces hasta mañana. Se sabe clandestino. Arrinconado. Menos casi que una cerilla de palo.
Los cigarrillos tampoco se han mudado. Todos los días desfila alguno de la cajetilla. Eso sí, sin las prisas con que lo hacían antes. Lo único que han notado es que ya no yacen juntos. Cuando se consumen acaban en una alcantarilla. O en el suelo. Humeantes. Pisoteados. Engrosando el cementerio anónimo de colillas que brota de baldosa en baldosa.
La única que de un mes a esta parte hace horas extra es la ansiedad. Ahora aparece sin que le inviten. Siempre encuentra su oportunidad. Cuando un titular se atasca. Cuando la hora de cierre aprieta. Cuando pasan los minutos y el cursor sigue parpadeando esperando completar la frase. Como ésta que termina aquí. Como la última que escribo antes de acabar mi jornada. Antes de salir a la calle y sí: fumar un pitillo.