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Teri Sáenz

Chucherías y quincalla

Tres diamantes

pengo

Lo único que he hecho bien alguna vez en la vida ha sido jugar al Pengo. Nunca supe regatear al fútbol, el aro siempre escupía mis tiros a canasta y cuando se me ocurría montar en bici me ringlaba a la primera cuestita. Con el Pengo, sin embargo, alcancé una maestría inigualable. Eran los tiempos de Sega y Arcade. Y de las salas de recreativos. Del Nico y el Sport Club. Los templos del aire acondicionado, el ocio bastardo y aquellas máquinas prehistóricas  donde con dos duros (literalmente) podías pasar de un tirón las pegajosas tardes de verano. El reto era tan simple que exigía una pericia extrema. Con el botón izquierdo dirigías a un pingüino rojo a través de un laberinto de ladrillos azules. Por allí también pululaban unos fantasmas empecinados en comerte antes de que pudieras cumplir el objetivo con el botón derecho: mover tres diamantes diseminados en la pantalla que, una vez alienados, permitían pasar a la siguiente fase. A cada nivel, los perseguidores se multiplicaban. La velocidad crecía, la música arreciaba, el entramado se alambicaba. Daba igual. Era capaz de  dominar el caos casi con los ojos cerrados. Alcanzar un nuevo récord de puntuación y volver a empezar hasta que el local echaba la verja o yo me aburía. En las comidas del domingo, cuando el yayo me preguntaba qué quería hacer mayor, siempre le contestaba que jugar al Pengo. Reía como se ríen las ocurrencias de un crío y volvía a interrogarme. Encajar tres diamantes, abuelo. Sólo eso.


agosto 2015
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