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Teri Sáenz

Chucherías y quincalla

Días de caza

otoño

Sucedió una mañana de otoño a primerísima hora. El yayo Tasio había salido a pasear para conjugar la obligación de estimular su sistema sanguíneo con el placer de vagar por un hayedo sombrío escuchando el crujir de la hojarasca bajo sus pies. Y allí estaba. Lo vio cuando casi aún no había levantado el sol, al cruzar un puente de madera con los tablones maltrechos y empapelado de musgo que vadea el río. Estaba agazapado entre las raíces de unos tocones, camuflado bajo el manto ocre. El abuelo percibió desde la distancia el levísimo suspiro, un latido frágil que quebraba la calma del bosque. Se acercó entre medroso y fisgón, teniendo la precaución de tantear primero el bulto con la punta de su cachava. Fue tocarlo y remeterse en el agujero vegetal, aunque no lo suficiente para que el yayo lo reconociera al instante: un ejemplar único de centro político. Una de esos especímenes en peligro de extinción acosado por cazadores de todas las siglas y colores cuando se abre la veda electoral. Aún ovillado Tasio lo asió con mimo y le susurró no temas, yo soy un radical. Cuando lo cogió en su regazo sintió el pulso agitado de un centro neutro. Sin ideología, forma, ni púas. Aquella piel gruesa bajo la que guardaba una centralidad tierna capaz de empachar a cuantos más votantes mejor. El abuelo le dio unas miguitas de pan y se lo llevó a casa metido en el zurrón. Volverá a liberarlo el 21 de diciembre, cuando ningún partido trate ya de apresarlo para exhibir su cabeza disecada en un programa electoral.

 

Fotografía: Sonia Tercero


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