Al pasar el miércoles por Vara de Rey me topé con la avalancha de compañeros que aguardaban junto al portal donde esa mañana un hombre había acabado con la vida de su hermana. En todos había un mohín de consternación y desagrado por deber cubrir una noticia así mientras la ambulancia sacaba el cadáver y los vecinos se acercaban a los micrófonos no se sabe si para expresar su incredulidad o salir ese día en la tele.

Cuando me pongo nostálgico, siempre coincido conmigo mismo en que la peor experiencia laboral que guardo del periódico (por ahora) está asociada a una escena similar. Sucedió hace exactamente diez años. Un día de mayo apareció en un charco de sangre en su domicilio del centro de Logroño una mujer muy conocida en la ciudad y extremadamente querida entre los grupos de ayuda social. Esas circunstancias y otras truculencias que rodearon el suceso levantaron una enfebrecida expectación, y a alguien se le ocurrió enviarme a recabar el testimonio de un allegado a la fallecida por no sé qué presunto interés ciudadano.

De nada sirvió sugerir que ésta (u otras) opiniones no aportaban nada a la información, que bastante mal lo deberían estar pasando los familiares y amigos como para intentar sonsacarles más detalles, algún dato lacrimógeno. Me dirigí resignado hasta el lugar de trabajo del entrevistado y, en cuanto me planté frente a él, le faltó tiempo para acusarme con una saña exacerbada –en ese instante yo era para él todos los periodistas del mundo– de asquerosa alimaña de mierda que sólo busca el morbo.

No me dio ocasión para darle el pésame ni explicarle que yo tampoco quería estar ahí.

Foto: Alfredo Iglesias