El día que visité Santa María de Garoña creí que me había equivocado de destino. Al final de una sinuosa carretera que recorre el valle de Tobalina, acomodada en un exuberante recodo que describe el Ebro entre robles, musgo y helechos, se levanta la central que ahora (parece) está a punto de echar el cierre. Sólo los estrictos controles de acceso y la valla de seguridad que se levanta a la entrada dicen externamente que allí se ubica la más antigua de las instalaciones nucleares del país.

Una vez franqueada la puerta principal, lo más llamativo del lugar es su frondosidad. Los ciervos y las aves silvestres campan a sus anchas entre árboles y florecillas a modo de parque temático de la vida natural. Un escenario idílico confeccionado con toda intención para desmentir los peligros que durante años han denunciado los opositores de la central y al que se suman las palabras tranquilizadoras de los responsables. Voces que repiten como un mantra que allí todo transcurre con el sosiego de una residencia de ancianos mientras te enfundas inquietantes batas aislantes para recorrer el interior de la planta y al final de la visita pasas por cabinas claustrofóbicas que chisporrotean midiendo el nivel de radiación y certificando que no llevas unas gotas de uranio en el bolsillo.

Todo eso está (debería estar) a punto de desaparecer a pesar del impacto económico para la zona y el desequilibrio energético que, por otra parte, tenía que haberse previsto mucho antes. Porque así se prometió; porque Garoña está agotada; porque nunca pasa nada hasta que pasa. ¿No era momento de cambiar el modelo productivo y dar una vueltita a un sistema cadudo? Éste es el punto de partida.

Foto: Igor Aizpuru