La próxima vez que jure en arameo porque le ha tocado esperar siete horas en Urgencias; si en alguna ocasión discute con un médico que no quiere recetarle el antibiótico de siempre; cuando (dios no lo quiera) deba quedarse ingresado una semanita en el San Pedro y empiece a quejarse porque la comida que le sirven está sosa o ese pijama que lleva le queda demasiado grande o excesivamente pequeño, acuérdese de Obama. Piense en el bueno de Barack y la reforma sanitaria que tanto le está costando implantar en Estados Unidos. O más bien, tenga en cuenta a todos los republicanos (y algún demócrata) que como miles de americanos se oponen a la universalización del servicio que prevé el presidente porque costará millones y millones de dólares al contribuyente.

Caiga en la cuenta de que ese sencillo gesto que a usted le parece rutinario como es acudir al hospital resulta, en el país presuntamente más poderoso del planeta, una rara excepción. Que allí sólo pueden tener el privilegio de enfermar los que disponen de dinero suficiente para sufragarse un seguro privado y acudir a esas clínicas de ensueño que salen en las series de televisión y tienen a George Clooney en su plantilla.

En esos momentos de tensión con la enfermera de la planta que ha olvidado ponerle el termómetro, reconfórtese sabiendo que usted es lo suficientemente solidario para aportar todos los meses una parte de su salario para que todos puedan acudir al médico gratis. Que bastante putada es caer enfermo como para que algunos en Norteamérica prefieran morirse antes que pagar una factura astronómica. Piense en todo ello, y diga al resto de pacientes cabreados: ‘Yes, we could’.